Educativa
carta abierta de Mauricio Rojas a Marco Enríquez-Ominami sobre las desventuras
del idealismo.
Estimado
Marco:
He
visto la reciente entrevista en CNN donde dijiste que habrías sido mirista y
calificaste al MIR como “un movimiento intelectualmente preclaro, brillante”.
No es la primera vez que te expresas de esa manera. Así, por ejemplo, en una
entrevista de julio de 2013 decías: “Yo habría sido mirista cien veces, porque
creo que era una forma de entender la política muy fascinante, de mucha
lucidez”. No se trata, por lo tanto, de un desliz ni de una pose, sino de algo
sobre lo que has reflexionado largamente cosa nada extraña siendo tu padre la
figura sin duda más prominente de lo que fue el MIR.
Es
por ello que te escribo, pero no solo por ser quien eres sino por todos
aquellos jóvenes que te escuchan pronunciarte de esa forma acerca de un
movimiento que fue uno de los grandes responsables de la entronización de la
violencia política en Chile y la destrucción de aquella democracia que personas
como tu padre tanto despreciaron y tanto hicieron por hundir. Me cuesta
entender que se pueda considerar como intelectualmente preclara una propuesta
política que propugnaba la así llamada dictadura del proletariado y la
insurrección armada contra la democracia, como lo hizo el MIR desde su
fundación a mediados de los años 60. O usar calificativos como brillante,
lúcido y fascinante para referirse a un movimiento que se inspiraba en
regímenes dictatoriales como el de Cuba, China, Vietnam o Corea del Norte y que
tenía por ícono a Lenin.
Entiendo
tu dilema personal. Es también el mío, pero en cierta medida aún más cercano ya
que yo fui mirista e incluso llegué a conocer a tu padre, que estuvo un par de
veces en nuestra casa de la calle Catedral. Además, mi madre fue socialista y
estuvo detenida en Villa Grimaldi en 1975. Lo que te quiero comunicar no es por
ello una reflexión distante sino un relato, que conoce algunas versiones
anteriores, de mi intento por comprender tanto la atracción como la
peligrosidad de ideas como aquellas en las que tanto tu padre como muchos otros
creímos. Permíteme empezar con algunos recuerdos de mi abuelo en el Chile de
los años 60.
Mi
abuelo me hablaba siempre de la soberbia. Me miraba con cariño pero también con
temor cuando yo le contaba, lleno de entusiasmo, de mis ideas revolucionarias,
de cómo pronto cambiaríamos completamente el mundo y liberaríamos al ser humano
de todo aquello que lo atribula, humilla y empequeñece. Él era profundamente
religioso y no podía dejar de reconocer la veta mesiánica en su nieto.
Conversábamos largamente bajo el parrón de nuestra casa en ese Santiago de
comienzos de los años sesenta, que pronto vería llenarse sus calles de jóvenes
como tu padre y como yo, deseosos de revolución. Mi abuelo insistía en la
soberbia y yo lo miraba como una reliquia del pasado.
Todo
lo que él quería decirme está plasmado en una frase de Jesús en los evangelios
cuya profundidad no entendí sino mucho después: “Mi reino no es de este mundo”.
Es una advertencia sabia, un llamado a la modestia acerca de lo que humanamente
podemos alcanzar.Con mi abuelo hace ya mucho que no puedo conversar. Un ataque
al corazón puso fin a su vida en 1968 y no alcanzó a ver como su Chile tan
querido se hundía en una lucha fratricida que terminaría desquiciando a su
pueblo y destruyendo su antigua democracia. Yo sí lo vi y, además, puse mi
granito de arena en esa triste obra de destrucción. Ni cambiamos el mundo ni
liberamos a nadie. Terminamos como mártires o como víctimas, y como tal nos
acogieron generosamente por todas partes. Pero también podríamos haber terminado
como verdugos, como lo han hecho todos aquellos que han llegado al poder
inspirados por la idea de la transformación total del mundo y la creación del
hombre nuevo.
A
esta triste certidumbre llegué hace ya mucho tiempo, cuando luchaba contra mí
mismo a comienzos de los años 80 en la biblioteca universitaria de aquella
hermosa y apacible ciudad del sur de Suecia llamada Lund. Allí escribí mi tesis
doctoral, Renovatio Mundi, que no es otra cosa que un arreglo
filosófico de cuentas con aquellas ideas que en nombre de la redención de la
humanidad nos invitan a lo que no es otra cosa que un genocidio, es decir, a la
destrucción del ser humano tal y como es para poblar al mundo con una nueva
especie, salida de nuestros sueños utópicos. Es precisamente ese sueño
deslumbrante el que un día nos lleva, como dijo Karl Popper en La sociedad
abierta y sus enemigos, a “purificar, purgar, expulsar, deportar y matar”.
Es la soberbia en acción, la hybris del bien o la bondad extrema que nos lleva
a su contrario. De ello me hablaba mi abuelo al final de su largo peregrinar,
pero su nieto tuvo que recorrer un largo camino para entenderlo.
El
camino que emprendí tuvo su punto de partida en lo que para mí era evidente por
mi propia experiencia: que la fuerza de los movimientos que pretenden instaurar
el paraíso en la Tierra –como lo hace el marxismo con su propuesta del
comunismo– está dada por su capacidad de atraer a aquellos sin los cuáles esos
movimientos no llegarían muy lejos, a saber, a los altruistas e idealistas o,
para decirlo de otra manera, a aquellos que se van a entregar a la causa de la
revolución con la devoción de un santo, poniendo de una manera ejemplar todas
sus fuerzas e inteligencia al servicio de una causa que para ellos encarna la
bondad plena. Justamente por ello los admiramos y se hace tan difícil entender
que se trata de seres –como tu padre y mi madre– que se hacen revolucionarios
para hacer el bien pero terminan –si tienen la oportunidad– haciendo un mal
espantoso. Ese fue mi punto de partida, la dramática paradoja que necesitaba
explicar.
La
conclusión a la que llegué es que las propuestas revolucionarias en general y
el marxismo en particular eran una secularización del pensamiento mesiánico que
atraviesa –creando grandes tensiones y conflictos muchas veces sangrientos–
toda la historia del cristianismo. Se trata de la idea del retorno inminente
del Mesías y la instauración del Reino de Cristo en la Tierra de que habla el
Apocalipsis, un reino de armonía y felicidad que duraría mil años –por ello se
conoce a estos movimientos como milenaristas–, y que definitivamente superaría
la condición precaria de la vida tal como la hemos conocido hasta ahora,
recreando al mismo ser humano, que sería así convertido en un hombre nuevo para
un mundo depurado del mal.
Propio
del mesianismo –tanto medieval como moderno, religioso o ateo– es la creencia
no solo en la cercanía de un paraíso terrenal sino en la intervención de un
grupo iluminado que juega un papel protagónico en la gran conflagración que,
según el arquetipo bíblico, precedería a la recreación del mundo y del hombre.
Se trata de la “vanguardia revolucionaria” –para usar la jerga mirista tomada
del leninismo– que con su accionar abre paso a la instauración de una sociedad
sin clases ni egoísmos, donde impera la justicia, la armonía y la abundancia.
Todo
ello modernizado en el caso del marxismo, usando un lenguaje seudocientífico,
mediante el cual el plan redentor de la Divina Providencia se convierte en las
“leyes de la historia”, impulsadas por el desarrollo incontenible de las
fuerzas productivas y finalmente descubiertas por Marx y el “socialismo
científico”. Así, la victoria del comunismo no es concebida como un acto
antojadizo de voluntad –si bien requiere de ella en la forma de esa violencia revolucionaria
que Marx y Engels llamaron “la partera de la historia”– sino como la conclusión
necesaria e inevitable de la historia de la humanidad.
Este
fue el marxismo que me “robó el alma” cuando yo era muy joven, esa fue nuestra
fe, una religión atea deslumbrante que nos invitaba a jugar a ser dioses. Por
ella nos convertimos en revolucionarios profesionales, en “bolches”, como
decíamos en esos tiempos con tanto orgullo. Me dio –al menos así lo creía
entonces– una comprensión total de la historia y un rol sublime en una gesta
épica de proporciones grandiosas. ¿Cómo negarse entonces a tomar parte en ese
capítulo extraordinario de la historia de la humanidad? ¿Cómo no entregarse de
lleno a esa fiesta de liberación de nuestra especie de todos aquellos males que
siempre la habían aquejado? ¿Cómo no ser santo, misionero y mártir de una causa
tan bella por la cual, sin duda, valía la pena dar la vida propia y también la
de muchos otros?
Pero
es justamente allí, en esa entrega total y sublime, donde se enturbian
definitivamente las aguas cristalinas de la utopía y Maquiavelo aparece, donde
la bondad extrema del fin puede convertirse en la maldad extrema de los medios,
donde la supuesta salvación de la humanidad puede hacerse al precio de
sacrificar la vida de incontables seres humanos, donde se puede “amar” al
género humano y despreciar a los hombres de carne y hueso. Che Guevara lo
expresó con claridad en su célebre Mensaje a la Tricontinental: “qué
importan los peligros o el sacrificio de un hombre o de un pueblo, cuando está
en juego el destino de la humanidad”. Y por ello mismo nos instaba a
transformarnos en una “fría máquina de matar” a fin de poder materializar el
sueño revolucionario del hombre nuevo.
Es
en ese intersticio de amoralidad absoluta –también llamada, como bien lo
sabrás, “moral revolucionaria”–, donde todo lo que fomenta la causa de la
revolución está permitido, que se ubica la alabanza a la violencia de la
revolución comunista hecha ya por el joven Marx o el llamado de Lenin a usar
“todos los procedimientos de lucha”, incluyendo explícitamente el terror, y a
“no escatimar métodos dictatoriales” para instaurar la utopía comunista. Ya en
1901, en el cuarto número de su periódico clandestino (Iskra),
escribió: “En principio nunca hemos rechazado, ni podemos rechazar, el terror”,
y después del golpe de Estado que lo llevó al poder en 1917 hizo justamente del
terror su arma fundamental de opresión (no olvides que la feroz policía
política leninista, la Cheka, fue creada ya ese mismo año). Todo eso
es importante recordarlo, ya que nosotros fuimos marxistas-leninistas en serio,
es decir, dispuestos a morir y a matar por la revolución.
Los
“campos de la muerte” de Pol Pot o el intento demencial de la revolución
cultural de Mao y sus guardias rojos de borrar la herencia cultural de la
humanidad para crear, desde cero, un nuevo tipo de ser humano, son hijos del
mismo espíritu mesiánico, donde un fin que se propone como sublime justifica
los medios más atroces. Por ello es que un día no solo podemos sino que debemos
convertirnos, cuando las circunstancias así lo requieren, en dictadores,
inquisidores y verdugos.
Esto
fue lo que entendí un día, pero lo entendí no como un problema de otros o de
una categoría especial de seres singularmente malos, sino como un problema mío
y de los seres humanos en general. Vi todo ese potencial de hacer el mal que
todos, de una manera u otra, llevamos dentro y vi como yo mismo podía
transformarme en un ser absolutamente amoral y despiadado respecto del aquí y
el ahora con el pretexto de un más allá y un mañana gloriosos.
Así
pude reconocer en mí al criminal político perfecto del que tan certeramente nos
habla Albert Camus en El hombre rebelde: aquel que mata sin el menor
remordimiento y sin límites ya que cree hacerlo a nombre de la razón y el
progreso. Y me di cuenta de que yo no era esencialmente distinto de los grandes
verdugos del idealismo desbocado, de los Lenin, Stalin, Mao o Pol Pot, pero
también, a su manera, de los Hitler y los redentores totalitarios de todos los
tiempos. Y me asusté de mi mismo y me fui a refugiar en el pedestre liberalismo
que nos invita a la libertad pero no a la liberación, que defiende los derechos
del individuo contra la coacción de los colectivos, que no nos ofrece el
paraíso en la tierra sino una tierra un poco mejor, que no nos libera de
nuestra responsabilidad moral sino que nos la impone, cada día y en cada
elección que hacemos.
Eso
es lo que quería decirte. Espero que estas líneas te ayuden a comprender mejor
a tu padre y a quienes nos dejamos llevar por la tentación de la bondad
extrema. No es una excusa por lo que hicimos, pero sí un intento de explicarlo
que, a mi juicio, le debemos a Chile. De otra manera seguiremos construyendo
mitos nada inocentes y contando medias verdades.
Saludos
cordiales,
Mauricio
Rojas.
( Carta tomada de http://ellibero.cl/ )
( Carta tomada de http://ellibero.cl/ )
Nota de la Redacción:
Mauricio
José Rojas Mullor fue un activo militante del MIR que se asilo en Suecia el año
1974, país en el que evolucionó hacia el liberalismo, rompiendo con el
marxismo, el año 2002 fue elegido como Parlamentario. Rojas es Profesor
universitario, economista y un prolífico escritor de temas socio-políticos.