viernes, 11 de septiembre de 2009

Mirada retrospectiva, pero con visión de futuro.



Gestos de unidad y reconciliación.

Señor Director:

A 36 años de los acontecimientos del 11 de septiembre de 1973, las actuales generaciones tienen derecho a disponer de una visión equilibrada, y justa, de las circunstancias que llevaron a las Fuerzas Armadas y de Orden del país a asumir la conducción del gobierno. Años de preeminencia de una interpretación sesgada de la realidad han logrado instalar estereotipos que se dan por ciertos, sin considerar que se trató de hechos complejos, con antecedentes que se fueron generando por décadas y con una sociedad chilena que, afectada por la violencia y la división, distaba mucho de ser la tolerante y diversa comunidad de ciudadanos que hoy aparenta exhibir nuestro país.

Mirado con los ojos de hoy, para la inmensa mayoría del país el 11 de septiembre parece lejano, e incluso ajeno. Para sus detractores, sin embargo, este es un tema actual, ya que en la confrontación y en la división entre los chilenos encuentran su razón de ser determinadas organizaciones políticas. Un país unido en torno al futuro no es funcional para los grupos antisistémicos.

No cabe duda que será tarea de los historiadores y de su rigurosidad intelectual construir explicaciones profundas y objetivas sobre las luces y las sombras del período gubernativo posterior a la intervención militar de 1973. Lo que nadie podrá discutir sin embargo, es el cambio trascendental ocurrido en el ADN de nuestro país a partir de esos hechos históricos. La posición de liderazgo que Chile ostenta hoy en los más diversos ámbitos tiene su antecedente necesario en la voluntad de aplicar políticas públicas verdaderamente revolucionarias para su época e instaurar un modelo económico y político que es la base en la que construyen su futuro la inmensa mayoría de las economías modernas. Hay quienes sostienen que el “costo social” de esas iniciativas habría restado legitimidad a su implementación. Al respecto, solo puede expresarse que el mayor costo social que puede infligirse a un país y a su gente es la existencia constante de una condición de pobreza permanente que ahoga la esperanza de los pueblos y los somete a la tiranía de la demagogia y el engaño.

El próximo año 2010 Chile celebrará su Bicentenario como Nación independiente.

Una fecha tan simbólica y representativa debiera servir de marco para producir un definitivo reencuentro entre los distintos integrantes de la familia chilena. Unos y otros protagonistas directos de los hechos de confrontación ocurridos en 1973 han sufrido los rigores de las consecuencias de esos acontecimientos. ¿No sería el momento de escuchar a la Iglesia Católica y promover, luego de transcurridos casi 40 años, medidas eficaces para pasar a una nueva etapa en la relación entre los chilenos?

Esa unidad nacional se ha establecido como una realidad en la vida cotidiana de la gente común de nuestro querido país. Familias que antes estuvieron divididas por consideraciones políticas se reencuentran y construyen su presente de una manera armónica y afectuosa, del mismo modo que las instituciones armadas, manteniendo los valores y principios que les son históricamente consustanciales a pesar de que muchos integrantes de sus filas han debido asumir el costo personal de afrontar procesos judiciales, han realizado gestos que ponen de manifiesto su voluntad explícita de contribuir a generar en Chile una visión común del futuro.

Falta, entonces, que la comunidad política haga lo suyo. Que personas que antes estuvieron ubicadas en las antípodas políticas y que ahora son personas maduras efectúen gestos de unidad y reconciliación que sirvan de ejemplo a las nuevas generaciones y generen un clima de adhesión a valores como el respeto a la Constitución y a la ley, la condena de la violencia como método de acción política y la búsqueda de entendimiento en vez de la confrontación en los grandes temas nacionales.

Luego de 36 años, ese sería el mejor homenaje a quienes han sufrido y sufren, en ambas líneas de quienes se confrontaron el 11 de septiembre de 1973.

Hernán Guiloff Izikson.

Nueva Constitución.


Señor Director:

Nuestra República no requiere una nueva Constitución, porque su orden económico y su estabilidad institucional se deben, fundamentalmente, a la que hoy tenemos y que nos rige desde 1981.

Si existe un presupuesto financiado, si existe una inflación controlada, un respeto a la propiedad, una moneda estable y un sistema previsional que ha protegido los ahorros de todos los trabajadores, fomentando al mismo tiempo el desarrollo económico, por citar algunos ejemplos, es gracias al orden público económico, cuyas bases y reglas tienen origen y rango constitucional.

El o la Presidente y sus ministros manejan no sólo las finanzas públicas, sino también los efectos que éstas pueden tener en la esfera privada; la independencia del Banco Central, el orden en los gastos públicos y en los tributos, la no intromisión en ellos de diputados y senadores, respetando así la ley anual de presupuestos ordenada y equilibrada, son méritos de nuestra Constitución, aunque a veces las personas, y no nuestra Carta, hagan mal las cosas.

La existencia de dos importantes bloques políticos, Alianza y Concertación, con todos sus problemas, indisciplinas, rencillas y pequeñeces de por medio, no ha sido producto del azar ni de la voluntad y buenas inspiraciones de sus miembros; ha sido fruto del orden constitucional y legal que rige al Congreso Nacional y a los partidos políticos, sistema binominal incluido, más leyes orgánicas constitucionales y de quórum calificado de por medio.

Orden y eficiencia parecen ser cualidades e ideales que deben preocuparnos en la organización y gestión del Estado. Más que una aspiración de democratización que se queda en las palabras y en las estadísticas, lo que la población quiere es buen servicio del Gobierno, seguridad, salud y educación con acceso para todos, resguardo del medio ambiente, muchos y buenos puestos de trabajo, todo ello sin privilegios políticos ni económicos.

La descentralización efectiva del Poder, el fortalecimiento de autoridades y órganos locales y regionales son programas de la Constitución aún no cumplidos; no la cambiemos, vivámoslos; la democratización de los partidos políticos hagámosla realidad, terminemos con el monopolio de ellos en la designación de los candidatos, que éstos pertenezcan a las comunas, provincias y regiones y no sean impuestos desde Santiago.

Introducir un cambio constitucional es ir en contra de la corriente, es crear artificialmente una discusión de élite, es negarse a ver la realidad, es perder energías y fuerzas intelectuales en darse gustos académicos en lugar de satisfacer necesidades indispensables del pueblo, que su dignidad y realidad reclaman.

Guillermo Bruna Contreras.